Había un señor vendiendo puntos de libros a escasos metros de la plaza de Santa Ana, y Soledad y yo nos acercamos a curiosear, y como el que no quiere la cosa, parla va parla viene, se coló el bueno de Galdós, que acaba de leerse, nos dijo, Fortunana y Jacinta, y el hombre se emocionaba cuando recordaba las andanzas de Juanito Santa Cruz y su tropa de amigos. Después de la fresca y fugaz travesía por algunos pasajes de los territorios del escritor, le compramos tres puntos. Las fotos de los puntos las había hecho el mismo y esas poesías que apuntalaban las fotos eran un poco representativas de aquellos tiempos de picardías y dimes y diretes, donde un guante aparentemente caído al azar, o una nariz poco amable con cierta estética defendida en el momento, o un chisme sobre cuernos en los entresijos de palacio, eran el alfa y el omega de la socarronería y los chascarrillos, y las púas de los Quevedos y los López y los Góngoras.
Había leído esa novela, muy lejos, muy lejos en el tiempo y el espacio y todavía muchos de sus pasajes se movían dentro de mí sin forzarlos a reaparecer.
Abejeaban gente paseo arriba y paseo abajo y el señor de los puntos que como el canario escribían pocos hoy por hoy. Luego le preguntamos por la parroquia de San Sebastián, “esa que tenía dos caras como algunas personas”, parafraseando al maestro canario hijo ilustre de Los Madriles, que ahora la parroquia estaba en obras, que ahí detrás estaba enterrado el bueno de Quevedo.
Nos pasamos por allí y percibimos el aroma del grande poeta que cantó a las prisiones interiores no menos esclavizadoras que las prisiones convencionales y conocidas,
Alma a quien todo un dios prisión ha sido
Venas que humor que ha tanto fuego han dado
Médulas que han gloriosamente ardido
Hasta me pareció sentir el alma de Fortunata ¿O era Jacinta y la memoria me urdía, pícaramente, una zancadilla acorde con los tiempos de antaño y no tan impropios de hogaño? Bueno, pues que me pareció verla y hasta escucharla hablándole al doctor sobre sus dolencias y sus soledades.
En la librería donde nos cobijábamos esos cuatro días, sabroso baño de cortesía de Alicia y Martín, habían muchos libros interesantes y ediciones que ya no estaban de moda en el sacrosanto y pujante mercado. Ediciones de aquel lado de allende los mares, (como cantaría el poeta), y ediciones de acá, y uno, como lector hambriento que nunca se sacia, pues detiene los ojos en ese Facundo de la bolivariana Ayacuho, o en esa edición de El siglo de las luces de la escasa de papel Letras Cubanas, o aquel otro librito, El juguete rabioso (en cuya portada figuraban unos puños detrás de unos barrotes, como queriéndose escapar el dueño de esas manos) leído y venerado ayer por los grandes del famoso boom, que ya venía de antes ese boom pero nunca está de más refrescar.
Ahí estaban en la edición de Pomaire mis dos amigas, las hijas de Galdós, tan buenas y tan vivitas como siempre, y volvimos a reencontrarnos tantos años después, y Madrid se me creció tan cautivador como hoy a pesar de los pesares de Fortunata ¿o era Jacinta? A pesar de la caída de Rubín. ¿Loco Maxi? ¿No loco? Y el santo de Feijoo, el santo de Feijoo en busca de espirituales compañías…
Ayer eran los vicios dentro y fuera del horno, los meandros de las picardías, el látigo de los inciensos y rosarios, la buenas costumbres y las cuidadas formas. Hoy no había cambiado mucho solo que las formas y los vicios llevaban otros nombres y otros apellidos, y quizás se publicitaba demasiado lo que sobresalía en su apariencia por aquello de faltarle la magia del contenido. Pero ya lo había dicho el doctor a Fortunata ¿o era a Jacinta?
“Porque en esta vida de perros que llevamos Fortunata, no hay peor desgracia que tener el corazón demasiado grande”.
En lo grande, si se sabe contener bien lo pequeño, no cabe nada porque cabe todo. Carandell sabía de esas cosas pues luego vino a ser otro hijo adoptivo de Madrid, la de muchos caminos y muchos cielos.
Había leído esa novela, muy lejos, muy lejos en el tiempo y el espacio y todavía muchos de sus pasajes se movían dentro de mí sin forzarlos a reaparecer.
Abejeaban gente paseo arriba y paseo abajo y el señor de los puntos que como el canario escribían pocos hoy por hoy. Luego le preguntamos por la parroquia de San Sebastián, “esa que tenía dos caras como algunas personas”, parafraseando al maestro canario hijo ilustre de Los Madriles, que ahora la parroquia estaba en obras, que ahí detrás estaba enterrado el bueno de Quevedo.
Nos pasamos por allí y percibimos el aroma del grande poeta que cantó a las prisiones interiores no menos esclavizadoras que las prisiones convencionales y conocidas,
Alma a quien todo un dios prisión ha sido
Venas que humor que ha tanto fuego han dado
Médulas que han gloriosamente ardido
Hasta me pareció sentir el alma de Fortunata ¿O era Jacinta y la memoria me urdía, pícaramente, una zancadilla acorde con los tiempos de antaño y no tan impropios de hogaño? Bueno, pues que me pareció verla y hasta escucharla hablándole al doctor sobre sus dolencias y sus soledades.
En la librería donde nos cobijábamos esos cuatro días, sabroso baño de cortesía de Alicia y Martín, habían muchos libros interesantes y ediciones que ya no estaban de moda en el sacrosanto y pujante mercado. Ediciones de aquel lado de allende los mares, (como cantaría el poeta), y ediciones de acá, y uno, como lector hambriento que nunca se sacia, pues detiene los ojos en ese Facundo de la bolivariana Ayacuho, o en esa edición de El siglo de las luces de la escasa de papel Letras Cubanas, o aquel otro librito, El juguete rabioso (en cuya portada figuraban unos puños detrás de unos barrotes, como queriéndose escapar el dueño de esas manos) leído y venerado ayer por los grandes del famoso boom, que ya venía de antes ese boom pero nunca está de más refrescar.
Ahí estaban en la edición de Pomaire mis dos amigas, las hijas de Galdós, tan buenas y tan vivitas como siempre, y volvimos a reencontrarnos tantos años después, y Madrid se me creció tan cautivador como hoy a pesar de los pesares de Fortunata ¿o era Jacinta? A pesar de la caída de Rubín. ¿Loco Maxi? ¿No loco? Y el santo de Feijoo, el santo de Feijoo en busca de espirituales compañías…
Ayer eran los vicios dentro y fuera del horno, los meandros de las picardías, el látigo de los inciensos y rosarios, la buenas costumbres y las cuidadas formas. Hoy no había cambiado mucho solo que las formas y los vicios llevaban otros nombres y otros apellidos, y quizás se publicitaba demasiado lo que sobresalía en su apariencia por aquello de faltarle la magia del contenido. Pero ya lo había dicho el doctor a Fortunata ¿o era a Jacinta?
“Porque en esta vida de perros que llevamos Fortunata, no hay peor desgracia que tener el corazón demasiado grande”.
En lo grande, si se sabe contener bien lo pequeño, no cabe nada porque cabe todo. Carandell sabía de esas cosas pues luego vino a ser otro hijo adoptivo de Madrid, la de muchos caminos y muchos cielos.
Ubaldo R. Olivero
cajimaya@hotmail.com
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