miércoles, 3 de noviembre de 2010

Playa Manteca


A veces los más de 35 grados Celsius no nos dejaban tranquilos. Ese insoportable calor nos quería matar las esperanzas pero los libros nos ayudaban a seguir creyendo en ellas. Es cierto que no todos los que estábamos allí leían; algunos jugaban a las damas o a los dados, cuando había un tablero de damas o alguien sacaba de cualquier escondrijo un juego de dados, porque los dados estaban prohibidos y si nos agarraban jugando a los dados eso significaba casi un mes de castigo en la celda a una sola comida diaria y en ocasiones a horarios irregulares, era un modo de ablandar tu anarquía y someterte. A pesar de todo, aquellos años que pasé en la prisión de Playa Manteca, puedo considerar que fueron años felices, si podemos entender por felicidad que te asomas a tus abismos, sopesas tus fuerzas y resistencias, y te creces en serias dificultades, conoces el hambre, eres leal a tus amigos y ellos son leales contigo, aprendes a salir de ti más allá de los barrotes y la tiranía de los funcionarios de la prisión. Nos llevaban al comedor por un cepo metálico y nos daban poquísimo tiempo para comer, si comer se le puede llamar a engullir en unos escasos minutos, el poquito de arroz, o la cucharadita de maíz, o el trocito de dulce de membrillo que cuando menos nos lo imaginábamos nos daban como postre. Ese día era una fiesta para nosotros porque nos llevábamos el dulce de membrillo para el bloque y trocito a trocito íbamos engañando al hambre con vasos de agua y así hasta el nacimiento del otro día, como aquel que dice. Mi prima Elenita me llevaba muchos libros y con las lecturas de esos libros, de esas interminables novelas aprendía, como aquel que dice, un mundo de cosas, y aprendía también a evitar las millones de faltas de ortografía que tenía. Si digo que los libros me salvaron la vida, no digo mal no. Me la salvaron. Y aquí estoy, con esos fieles amigos desde ayer para siempre, y con la esperanza de que algún día no existan sitios como Playa Manteca, o Dos Bahías, O Kilo 7, donde pasé años difíciles. Menos mal los libros que me llevaba mamá, y los que me conseguía la prima Elenita. No sé que hubiera sido de mi allí sin esos lealísimos amigos. Ahora leo El sueño del celta y todo apunta a que Vargas Llosa se mantiene entre los más grandes de la narrativa de todos los tiempos. Salud!







Ubaldo R. Olivero










1 comentario:

Quique Castro dijo...

Eso sí que son experiencias, Ubaldo. Bueno, por aquí, por Barna, hay gente libre pero con el alma aprisionada. Gracias por el celta.
Quique.