Helos ahí tan románticos y tan perdidos, porque a veces para salvarse hay que perderse aunque nos pese mal y sepamos o intuyamos en las riberas que allá, al fondo de no se sabe qué, la ilusión de saber que defendimos un sueño está ahí y se mantiene. Y si el mismo sueño no cumple con su parte y nos convierte en sus eternos deudores, eso importa poco si detrás quedó la estela de lo que nuestro corazón esculpió (o intentó) más allá o más acá de la sombra de la época que nos tocó vivir.
Buen retrato de Kyra Stromberg (crítica, ensayista, traductora), conocedora muy avisada de la literatura en lengua inglesa. Buen retrato el de estos dos grandes artistas, estos dos grandes malabaristas de las palabras y el alchool y de la vida con sus miserias y sus riquezas del omnipresente sueño americano.
Amigos como el muy competente crítico Edmund Wilson, Ernest Hemingway, John Dos Passos, estuvieron ahí y lo vivieron. Fitzgerald se fue pronto, a los 44, y ella, Zelda, poco después, y de aquellos terremotos vitales, nos dejaron obras para más de dos vidas y mucho más diez. ¿Lo que nos queda? Seguir en sus libros y continuar aprendiendo de ellos. Lo demás es paisaje.
Ubaldo R. Olivero
La música, hasta cierto punto y a veces un poco más, puede alcanzar lo que el pensamiento demasiado correcto y en exceso rectilíneo, no puede conseguir. Si el cuerpo se mueve se mueven las ideas y viceversa. La música tiende a corregir (para el bien de nuestros flujos interiores) lo que de malo pueda haber en nuestro modo de comprender el mundo y nuestros modos de enfrentarlo. A ciertos poderes les interesa que la gente no discurra, o sea que sus ideas bailen, o sea que alguien, pacientemente y sopesando pros y contras, llegue a un punto determinado, cuestione cosas, niegue a una bandera para defender todas las banderas, como aquel que dice. La música es el ejercicio del interior para escapar sin huir, para dar el paso sin temer, para pensar que al otro lado no todo ha de ser oscuro porque no vemos la luz a un primer movimiento de los ojos, del pensamiento de los ojos. No son pocas las veces en que uno se siente perdido, como se sentían muchos por allá por la Edad Media, y necesita creer en que algo, por poco que sea, no está definitivamente perdido. Pero... ¿qué pasa cuando nos empeñamos en que las anteojeras nos impidan mirar para un lado y tratar de ver allí lo que en frente no se nos manifiesta? ¿Qué sucede cuando borramos y negamos los matices que componen el arcoiris de los detalles y creemos que no puede transformarse un hexágono en un círculo si pulimos un poco sus aristas? Pasa que las ideas del cuerpo y el cuerpo de las ideas no se encuentran y el río desaparece para imponerse como pantano. Y los pantanos ayudan poco a la hora de seguir el curso de una determinada corriente (la que sea) y suelen limitar sus límites y cuadricular el círculo. Somo hijos de Natura, madre no poco verdadera y menos legitima que la que nos trajo y nos amamantó cuando asomamos a este lado. Lo que Natura (o sea la música que en ella se manifiesta un día sí y otro también) no nos comunica, no nos pueden decir ni comunicar las rígidas posturas y envoltorios de ciertos poderes empeñados en que la gente tire del carro sin mirar para un lado ni para otro, y mientras tanto, la fábrica de maniquíes hace su agosto y las multinacionales influyen y hasta determinan. Recuerdo al poeta "Oh Roma / en tu grandeza / huyó lo que era cierto / solo lo fugitivo permanece y dura". O sea que bailemos para que discurramos y la música nunca deje de ser aquello que fue en un principio: ciencia del espíritu y altar y danza de las emociones. Lo que fue, todavía puede seguir siendo.
Ubaldo R. Olivero
Se titula El escritor porno pero ya le dije a Enrique, su autor legítimo, que no llena ni alcanza ese título las páginas efervescentes de su historia. Son más de 300 páginas pero muy bien conseguidas. No sé por qué tengo la impresión que de mantenerse ahí, en el yunque, una palabra detrás de otra, y habiendo leído lo que ha leído, sus historias llegarán lejos. Y yo estaré ahí para disfrutarlo y brindar los dos, con Sol y Esther, lectoras inmensas y platas de buena ley, por aquella famosa generación perdida que se perdió para que nosotros la encontráramos, que sembró para que nosotros recogiéramos una buena cosecha, y de ser posible, y con mucho trabajo, sembráramos a su vez otras semillas. Ya Enrique sembró una y andan por ahí por su casa tres o cuatros historias que más tarde o más temprano llegarán a donde tienen que llegar. Y muchos lectores se sentirán que no lo han estafado con envoltorios llenos de brillantinas y bagatelas. La leí y me gustó mucho y sé que tendrá un buen viaje, de esos viajes que nos llevan y uno no sabe por qué ni cuándo se pierde aquí para encontrarse en otros lados, pero uno sabe y siente que se siente bien. Lucía, esa visiocilla de la novela, Darío el poeta, Alonso, el santo de Matías con sus buenas borracheras, porque Matías es un santo, si señor, un día llegarán a muchas casas y le darán calor, lo intuyo. Felicito al autor Enrique Castro, por ese feliz logro y en espera de otras cosechas dentro del Carpe Diem donde se mueven, entre trajín de bebidas y parroquianos vivos y siempre sedientos, Vanesa, la buena de Fuensanta allá dentro entre los fogones, Estrella... en fin, que ya los conocerán ya. Cualquier día se les cuelan en casa y yo me alegraré de que así suceda. Y Pedro edificará otras iglesias con palabras.
Ubaldo R. Olivero
A veces los más de 35 grados Celsius no nos dejaban tranquilos. Ese insoportable calor nos quería matar las esperanzas pero los libros nos ayudaban a seguir creyendo en ellas. Es cierto que no todos los que estábamos allí leían; algunos jugaban a las damas o a los dados, cuando había un tablero de damas o alguien sacaba de cualquier escondrijo un juego de dados, porque los dados estaban prohibidos y si nos agarraban jugando a los dados eso significaba casi un mes de castigo en la celda a una sola comida diaria y en ocasiones a horarios irregulares, era un modo de ablandar tu anarquía y someterte. A pesar de todo, aquellos años que pasé en la prisión de Playa Manteca, puedo considerar que fueron años felices, si podemos entender por felicidad que te asomas a tus abismos, sopesas tus fuerzas y resistencias, y te creces en serias dificultades, conoces el hambre, eres leal a tus amigos y ellos son leales contigo, aprendes a salir de ti más allá de los barrotes y la tiranía de los funcionarios de la prisión. Nos llevaban al comedor por un cepo metálico y nos daban poquísimo tiempo para comer, si comer se le puede llamar a engullir en unos escasos minutos, el poquito de arroz, o la cucharadita de maíz, o el trocito de dulce de membrillo que cuando menos nos lo imaginábamos nos daban como postre. Ese día era una fiesta para nosotros porque nos llevábamos el dulce de membrillo para el bloque y trocito a trocito íbamos engañando al hambre con vasos de agua y así hasta el nacimiento del otro día, como aquel que dice. Mi prima Elenita me llevaba muchos libros y con las lecturas de esos libros, de esas interminables novelas aprendía, como aquel que dice, un mundo de cosas, y aprendía también a evitar las millones de faltas de ortografía que tenía. Si digo que los libros me salvaron la vida, no digo mal no. Me la salvaron. Y aquí estoy, con esos fieles amigos desde ayer para siempre, y con la esperanza de que algún día no existan sitios como Playa Manteca, o Dos Bahías, O Kilo 7, donde pasé años difíciles. Menos mal los libros que me llevaba mamá, y los que me conseguía la prima Elenita. No sé que hubiera sido de mi allí sin esos lealísimos amigos. Ahora leo El sueño del celta y todo apunta a que Vargas Llosa se mantiene entre los más grandes de la narrativa de todos los tiempos. Salud!
Ubaldo R. Olivero