Fue hace tiempo, cuando apenas entendía lo que significaba una subordinada o mínimamente conocía la eficacia de un buen sustantivo, el golpe corazón adentro de un verbo. Si la memoria no quiere ahora ponerme una sancadilla, el ensayo se titulaba Círculos. Fue entre los muros y las rejas y los candados de Playa Manteca. Allí tengo amigos y allí mataron a uno de mis mejores amigos y maestros. Eusebio. ¿Se acordarán de mi los que quedan allí?. Desde que lo descubrí, me dije, "He aquí a un tipo que sabe lo que dice porque sabe leernos". Claro que eso de que aquel Emerson sabía leernos lo supe después, pero mucho más tarde. Leía y leía sin deternerme en si esta palabra o aquella obra llevaban esta o aquella dirección. Las palabras casi siempre tienen más de una dirección. A veces nos favorece tal dirección, a veces no. Las palabras tienen tantos saltos dentro de ella como imaginaciones encierran dentro de sí las volutas o los vitrales de una basílica. La palabra basílica me encanta. Tiene un hechizo que no se puede abarcar con tan solo pensarla un par de veces. Eso hacía Emerson, hechizaba, conseguía que hasta lo más insignificante (semióticamente hablando) pareciera encerrar grandes metamorfosis, grandes repercuciones. Luego entré en sus otras obras en España y ratifiqué lo que ya intuí allí en aquel mi otro Castillo de If. Si alguna vez he sentido que empleaba mi tiempo en algo verdaderamente últil, ha sido cuando estaba de viaje con las palabras de R. W. Emerson. Es imposible que si entras en el, en sus escritos, con las neuronas activas y dispuesto a que suceda un paso detrás de otro, repito, es imposible que ya seas el mismo después de leerlo. Cierto que sucede con otros pensadores o filósofos, ciertísimo, pero de las dos manos, sobran unos cuantos dedos. Nos vemos! U. R. Olivero.
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