Ya lo comenté en otro Blog pero se me perdió (eso de que estas máquinas son infalibles no es un cuento que acabe de seducirme). Hablaba de un libro que ayer me compré y leí, que no engullí no, que lo leí. Tiene pocas páginas pero es un libro interminable, como Pedro Páramo, de Juan Rulfo el Grande, por ejemplo. Ya se sabe que desde siempre se persigue y fustiga a la gente que piensa por si misma y además lo hacen con argumentos bien dispuestos, por eso me impresiona la vida de Boecio, de Erasmo, Campanella, la de Giordano Bruno, la de Galileo, bueno, eso por no hablar de otros/as que siglos más tarde vadearon el mismo infortunado río, un río de aguas caprichosas y en el que naufragaron y naufragan, hoy por hoy, demasiados marineros/as, del pensamiento libre, sin ataduras, de vuelo estimulante. Al salir de la librería Documenta, que durante muchos años ha sido el santuario de mi salvación, me encontré con Aina, una mujer intensa, provocadora, de unos labios realmente hermosos. A ella no le gusta que yo diga estas cosas en voz alta pero no puedo evitarlo, me cuesta. Fuimos a beber un café a la Plaza Real. Esa fue la primera plaza en esta ciudad donde me senté a tomarme un café en cuanto aterrizé en esta caótica pero inolvidable ciudad. Eso fue por allá por marzo del 94. En aquel terrible año, (por que fue un año muy terrible) mucho gente se largó de mi país en lo que pudo. Miami quedaba relativamente cerca pero al mismo tiempo estaba lejísimo. Muchos se quedaron en el camino, sabroso banquete de los tiburones. Un primo mío y un amigo suyo salieron de Alamar en una recámara de tractor y nada, nunca supimos más de ellos. Ahora Campanella me lo recordó, más allá de que mi primo no escribiera nunca ni una triste carta pero también, como Campanella y anteriores y otros que le continuaron, tenía sus propias ideas. Eso no les conviene a ciertos poderes, no les conviene que la gente tenga las ideas activas, sin fisuras. Desde acá le mando un abrazo y esta tarde me beberé un trago a su salud. U. R. Olivero.
2 comentarios:
Mi apreciado Guzmán,
si algo le agradezco a la naturaleza es el hecho de que la memoria olfativa perviva en la adulta que soy ahora. Eso me impide ser adulterada como ser, me permite disfrutar del olor pueril de pino y tierra húmeda en los acantilados, en las piedras de las calas, en las arenas de las playas.
Ese olor indescifrable cuando nunca experimentado solo se consigue cuando se pasea por el camino de ronda y se huele el pino y la tierra empapados por el salitre y la tormenta de verano.
Ahora la tormenta es otra. Los truenos son ahora el eco redundante de mis caracolas. Los relámpagos, estrellas que se clavan electricamente en la lectura pueril.
La tormenta es otra, pero la sensación es la misma: una madre perdida que vocifera con opacidad.
Querido Guzmán. He leído tus palabras tantas veces oídas, esas memorias también perviven y fiel a tu verbo te escribo estas líneas para otro día compartirlas contigo.
Leo "la evolución de los indoamericanismos en el español hablado en Cuba" del maestro Valdés Bernal. Tengo a tu Pichardo en la estantería, se vendran conmigo al Albaicín. Quizá allá pueda dormirme con la linda nana que Hugo te dedicó.
Siguiendo tus premisas, voy a intentar sosegarme, hacerme inmensa, convertirme en pino, en tierra, en lluvia, en salitre, en piña y alimentar... una vez transformada en piñón.
Mis mejores aires desde Palamós.
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