En aquellos días yo también era dichozo, y cerca de casa pasaba un río. Un río un poco pobre de corriente pero nos entusiasmaba cuando crecía los días de lluvia (hay ríos que pueden crecer de otra forma, sí) y nos íbamos para el puente a lanzarnos desde ahí a sus aguas revueltas. Desde casa mamá me gritaba que tuviera cuidado, que no me lanzara, que podía poasarme esto y lo demás allá, pero es que mamá era un poco aspavientosa, solía exagerar. Años más tarde me acordaba de Daniel el Mochuelo en El camino, que no quería irse de su campo, de su gente, y comprendía bien sus historia porque se trataba de una historia que leía la mía, los libros buenos de verdad nos leen y se quedan en suspenso para que tu completes lo que a primer nivel nos parece que les falta, pero cuidado, suelen engañar no pocas veces, siempre hay algo más que nos tienta pero no sabemos bien de qué se trata. En aquellos días yo era feliz, hoy puedo reconocerlo abiertamente, lo reconozco abiertamente. Y no sé si hay algún lugar en el que uno pueda volver a vivir situaciones parecidas (no, no es pesimismo, de veras que no lo es), lejos un poco de esas vulgares tiranías y ruídos que infectan hoy el poco sosiego que uno intenta encontrar. No las mencionaré. Sabemos cuales son así que para qué mencionarlas. Bueno, escribo estas breves líneas porque ayer fui a cenar a casa de mi amiga Gemma y en algún momento sobrevoló cierta novela de cierto autor cuyo título parafraseo porque ese autor parafraseaba al autor de Adios a las armas y Un gato bajo la lluvia. En fin, que pensé "Coño, mi Cajimaya si me pongo tampoco se me acaba" porque allí fui rico porque fui pobre, y sobretodo fui feliz.
Ubaldo R. Olivero